Salarios indignos, cuerpos sin mando y gobiernos municipales a la deriva.
Por Yarely Melo Rodríguez
¿Qué tan grave tiene que ser la violencia para que el Estado asuma el mando?
¿Cuántas alcaldesas deben confesar públicamente que temen por su vida?
¿En cuántos municipios más deben circular comandos armados, ejecutar a plena luz del día o incendiar edificios públicos para que el poder federal, estatal y municipal deje de lavarse las manos?
El reciente caso en Uruapan, Michoacán —expuesto, documentado y con petición pública de auxilio— fue una fotografía cruda de un Estado ausente.
Y la ausencia del Estado, no es neutralidad: es omisión.
Y la omisión, cuando pone en riesgo vidas humanas y desmantela el poder civil, también es un delito.
Hoy las corporaciones municipales operan con salarios indignos y frustración acumulada.
En promedio, un policía municipal en México gana menos de $5,700 pesos mensuales si sólo cuenta con educación básica, y apenas supera los $11,000 si tiene formación media.
En algunos municipios rurales, el ingreso no alcanza ni para cubrir la canasta básica.
Más aún: solo el 57% de los policías en México ha recibido capacitación actualizada desde su ingreso.
Eso significa que miles de elementos salen todos los días a enfrentar armas largas, comandos criminales y crisis sociales sin preparación, sin equipo y sin respaldo.
¿Cómo se sostiene la seguridad pública con cuerpos policiales empobrecidos, sin formación ni legitimidad?
La ley es clara: el presidente municipal tiene el mando de su policía local.
Y sólo en caso de “grave alteración al orden público” el Estado puede intervenir para asumir el control.
Pero, ¿acaso no vivimos ya en esa alteración constante?
¿No son suficientes las amenazas públicas, los asesinatos de alcaldes y los toques de queda no oficiales para que el poder estatal deje de mirar hacia otro lado?
Cuando la población tiene miedo de salir a la calle, el orden ya está roto.
Y cuando un alcalde necesita escolta para firmar un acta de Cabildo, el poder ya está en retirada.
La improvisación en los mandos municipales no es menor.
México tiene ayuntamientos que nombran directores de seguridad sin carrera policial, sin conocimientos jurídicos y sin protocolos de intervención.
Presidentes municipales que asignan el mando con lógica de compadrazgo, no de competencia.
Y sí: también tiene gobernadores que prefieren no intervenir, aunque tengan la facultad y la urgencia enfrente.
¿Por qué el Estado falla justo cuando el pueblo aclama su presencia?
¿Es miedo? ¿Es cálculo político? ¿Es negligencia?
Sea lo que sea, la omisión duele.
Y la ignorancia y el silencio son sus cómplices más eficaces.
México no puede seguir improvisando con la seguridad.
La violencia no es la ruta, pero tampoco lo es el vacío.
El Estado de Derecho no es discurso: debe sentirse en la calle, en la patrulla que sí llega, en la autoridad que no se esconde, en la ley que se aplica sin miedo.
Donde el Estado no entra, el crimen no duda.
Y cuando el poder se ausenta, lo ocupa la violencia.
Hoy más que nunca, hay que recordarlo con claridad brutal:
Callar es renunciar al poder.
Omitir es destruirlo.
Y gobernar sin asumir el mando… es claudicar.
Yarely Melo Rodríguez
Abogada y Maestra en Administración Pública
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