“Cuando el poder te cuesta la casa: el precio íntimo de ser mujer en la política”

“Cuando el poder te cuesta la casa: el precio íntimo de ser mujer en la política”

Por Yarely Melo Rodríguez

Columna: Poder con Propósito

En México, ejercer el poder siendo mujer sigue teniendo un costo personal altísimo.
No hablamos de desgaste político ni de campañas de desprestigio partidista. Hablamos de divorcios, juicios familiares, pérdida de custodia, y de una violencia sutil —pero devastadora— que ocurre cuando el hogar se convierte en el campo de batalla donde se castiga a la mujer que se atrevió a tener poder.

De acuerdo con datos del INEGI (2023), 4 de cada 10 mujeres que ocupan cargos de decisión en gobiernos locales han enfrentado rupturas con su pareja en los primeros dos años de gestión. Y el Observatorio Nacional de Participación Política de las Mujeres en México señala que al menos el 27% ha sido objeto de denuncias familiares o demandas civiles coincidentes con el inicio de su encargo público.


En Hidalgo, los registros del Instituto Estatal Electoral y del Instituto Hidalguense de las Mujeres, confirman la tendencia: muchas de ellas callan por vergüenza, por miedo o por estrategia. Pero las cifras —aunque incompletas— ya narran una historia: el poder femenino sigue siendo percibido como una amenaza doméstica.

El caso más reciente en la Sierra hidalguense ilustra esta violencia invisible. Una presidenta municipal —joven, preparada y con trayectoria limpia— fue señalada en medios locales por un supuesto conflicto familiar, sin sentencia ni expediente visible. Bastó una acusación del padre ausente para que se abriera el juicio mediático. En los titulares no importaba su desempeño, ni sus resultados, sino su maternidad.
La “madre cuestionada” sustituye a la “funcionaria evaluada”. Es la narrativa más vieja del patriarcado: la mujer puede gobernar, pero no debe equivocarse ni enamorarse ni disciplinar a sus hijos sin permiso del público.

El silencio que rompe con el discurso

Hoy por hoy, el clima dominante respecto a las mujeres que gobiernan oscila entre la admiración superficial “¡qué bueno que hay mujeres en el poder!” y la crítica acerba a cada paso que dan.


Para transformar ese clima en uno verdaderamente constructivo, hace falta romper la espiral del silencioen torno a la violencia simbólica de género.
Las primeras en hacerlo deben ser otras mujeres en posiciones de influencia: legisladoras, funcionarias, periodistas, académicas.


Es indispensable que públicamente condenen las campañas de difamación sexista, que desmientan los rumores infundados y que reivindiquen los logros de sus colegas sin ambages.


Al alzar esas voces, le muestran al público que no toda la sociedad avala la descalificación de una lideresa por prejuicios o detalles personales, y poco a poco la sensación de consenso machista se resquebraja.

Pero el silencio duele.
Las mujeres no salen en defensa de otras mujeres porque temen ser etiquetadas como “solidarias por conveniencia”, “feministas selectivas” o “enemigas del sistema”.


Callan por miedo a perder espacios, a ser marginadas, a ser también ellas objeto del linchamiento simbólico.

Ese miedo colectivo es, en sí mismo, una forma de violencia estructural.
Y solo se rompe cuando una de nosotras se atreve a hablar.

El pacto patriarcal, como bien lo definió Rita Segato, no se rompe con leyes; se rompe cuando las mujeres dejan de cargar la culpa del poder.
Porque mientras a los hombres se les celebra la ambición, a las mujeres se les exige disculparse por tenerla.


Mientras a ellos se les separa la vida pública de la privada, a nosotras se nos exige pureza integral. Y cuando no la cumplimos, el castigo no es político: es moral.

Hablar de esto es urgente. Porque las democracias no solo se miden en urnas, sino en libertades domésticas.Y si el costo de gobernar sigue siendo perder la paz del hogar, entonces el sistema no es democrático: es disciplinario.

Yarely Melo Rodríguez

Abogada, Maestra en Administración Pública

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