Suponiendo… sin conceder

Suponiendo… sin conceder

El “burrero” y las pensiones del Bienestar

– Hijo, ve al cajero por mi pensión, ¿no?

– Ay, madre, qué lata. Ya tengo el de mis suegros, tías, hasta de una hermana de mi suegro.

–Bueno, la de tu madre no creo que te cause más pesar.

– Está bien, está bien. Aunque ya sabes lo que pienso.

– Ya sabes lo que pienso de lo que piensas.

– Voy, pues, seré el “burrero” de las pensiones.

Risas.

– El cajero del Bienestar funciona, cosa extraña; en domingo a las nueve de la noche hay mucho más gente de la que se podría esperar por el día y por la hora.

Por delante de mi, esperaban su turno dos mujeres, por los rasgos físicos, pensé para mis rumiantes adentros, son madre e hija, seguramente.

Una de ellas, de no mucho más de los 65 años indispensables, apoyaba a la otra, quien, a ojo de buen cubero, apenas y superaba los 80.

83, digamos.

– ¿Traes el número?

Preguntó la mayor.

– ¿Cuál número? Inquirió, con mirada de extrañeza, la más joven, por decirlo de algún modo.

“El que se teclea”, reviró. ¡Ah, si! El “nip”.

En ese momento volteó hacia atrás de la señora mayor, para mirar al mirón que esperaba turno detrás de ella.

“Apenas estará llegando a los 65”, pensé que habrá pensado, no sin cierta desconfianza.

“No, no exageres”, me conforté.

Delante de ellas, y de mi, un hombre alto, delgado, perfectamente erguido, con ropa color caqui, sencilla pero bien puesta, apenas y unos pocos cabellos negros ya en su cabeza, batallaba con el cajero.

Pero lo venció. Retiró los fondos, dio la vuelta y me sonrió.

Le caigo bien a la gente mayor.

“¿Le dio lata el cajero?”, me aventuré.

– Me da más lata mi vista, bromeó, aunque él, a quien los pocos cabellos negros en su cabeza le asientan unos, 75, 78 años, no usaba lentes.

Y yo sí.

– ¿Cómo ve la fila? Prosiguió la conversación que la espontánea confianza le animó.

– Nutrida para ser domingo, ¿no? Yo no comulgo con estos mecanismos, sinceramente.

“Pero viene por su pensión”, dijo, entre burlón y satisfecho.

– No, no, son las de mi superioridad (término castrense con que quise hacer alusión a mi Estado Mayor Residencial, autoridades familiares, pues), rezongué.

La risa, condescendiente; la mano franca.

– Ay, bendito sea Dios, dijo la señora mayor, cuando el cajero le dispensó el recurso.

Ella y la señora menor se persignaron con el dinero en la mano y lo besaron.

Y todavía hay opositores que se preguntan qué pasó.

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