Por Yarely Melo Rodríguez
La muerte de Carlos Manzo no solo cimbró a un municipio de Michoacán; expuso, otra vez, la fractura más peligrosa del país: la distancia entre el poder y la gente.
Mientras el Estado federal tardaba en reaccionar, la comunidad ya había tomado una decisión: confiar en una mujer para continuar un legado de honestidad y justicia. Ella no llegó por decreto, ni por herencia; llegó por confianza. Por la fuerza invisible que Simone Weil llamaba atención.
Weil decía que la atención es la forma más pura de justicia.
Atender al otro es reconocer su existencia, su dolor y su derecho a ser protegido.
Y cuando el Estado deja de atender, cuando su silencio se vuelve costumbre, la sociedad encuentra sola a quién mirar.
Eso acaba de pasar en Michoacán: la gente no esperó una orden federal, no buscó un discurso; buscó presencia, rostro, decisión.
Y la encontró en una mujer.
En política, los vacíos no existen: se llenan.
La ausencia del Estado se llenó de una figura que, con o sin estructura, se convirtió en símbolo de continuidad moral. Una mujer que encarna la idea más antigua del poder: cuidar lo que otros destruyeron.
Mientras tanto, en el plano nacional, el silencio pesa.
No se trata de partidos, se trata de percepción.
Porque la opinión pública es hoy el verdadero tribunal del poder. Ya no se guía por la investidura ni por el cargo, sino por los gestos:
por quién llega primero, por quién escucha, por quién se atreve a decir lo que todos callan.
La legitimidad ya no se hereda; se conquista con atención.
Por eso, una mujer en un municipio puede ganar lo que una presidencia puede perder: la confianza moral del pueblo.
Y eso es lo que está en juego.
No la narrativa oficial, sino la capacidad de un gobierno para aparecer cuando la gente lo necesita. México no necesita héroes ni mártires: necesita presencia ética. Necesita autoridades que entiendan que el poder sin atención es ruido,
y que la justicia empieza por mirar de frente el dolor que otros esquivan.
Hoy, una mujer gobierna un municipio con legitimidad fresca,
porque apareció donde el Estado no llegó.
Y ese gesto, sencillo pero enorme, redefinió la conversación pública.
El país observa.
Y la opinión pública, que ya aprendió a ver sin propaganda,
sabe distinguir entre quien se esconde y quien enfrenta. No hay discurso que compita con un acto de presencia. Y no hay poder más sólido que el que nace del respeto de una comunidad que sufrió… y decidió confiar de nuevo.
Porque cuando el Estado deja de mirar,
el pueblo elige a quien sí ve.
Yarely Melo Rodríguez
Abogada y Maestra en Administración Pública
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