Por Yarely Melo Rodríguez
Hay películas que no pasan por la mente, pasan por el alma.
Ayer vi “Frankenstein” de Guillermo del Toro, y hubo una frase que me atravesó como pocas:
un ser hecho de partes, pero con un corazón limpio,
que sólo quería una cosa:
no ser lastimado.
En esta versión, Frankenstein no es monstruo.
Es un ser inocente marcado por la violencia del mundo, por el rechazo, por la falta de cuidado, de empatía, de amor.
Un ser que nació puro… y al que la hostilidad de su entorno lo fue convirtiendo en algo distinto.
Y pensé en México.
En este país que también nació noble, diverso, con un alma enorme,
pero que ha sido herido una y otra vez por la indiferencia, por el abandono, por la pérdida constante.
Un país al que le dijeron quién era —“pueblo” contra “fifí”—
y lo dejaron marcado por el odio, por las etiquetas, por una división que nunca nos perteneció.
Porque el pueblo somos todos.
Los que lloran a un buen gobernante asesinado.
Las madres que buscan a sus hijas desaparecidas.
Los jóvenes que cargan un miedo que no tendrían que cargar.
Las niñas y los niños que quieren crecer sin que la violencia decida su futuro.
Ayer, en la marcha de la Generación Z, entendí que algo profundo está pasando:
habló el país, pero sin partidos,
sin logos,
sin discursos prefabricados.
Habló el corazón de México.
Ese que sigue latiendo pese al dolor,
pese a la violencia,
pese a la indiferencia de quienes gobiernan.
No fue una marcha por la foto.
No fue un desfile de colores.
No fue un acto partidista.
Fue un acto humano.
De impotencia.
De cansancio.
De dignidad.
Ayer habló la parte más pura de nosotros:
esa mirada serena, transparente, empática,
que solo se revela cuando el ser humano se permite sentir sin filtros.
La muerte de un gobernante sin partido, honestocomprometido con su pueblo, que despertó la esperanza de un país, duele como duele la desaparición de una joven.
El dolor no distingue ideologías.
La impotencia tampoco.
Es el mismo grito.
La misma herida.
La misma exigencia:
queremos vivir, queremos paz, queremos un país que cuide.
Y en esa coincidencia nació algo que no estábamos viendo:
la opinión pública recuperó su poder moral.
Ya no espera líneas desde la élite.
Ya no se subordina a los discursos.
Ya no compra narrativas.
Ayer marcó la agenda.
Y cuando la sociedad dicta la agenda, el país cambia.
Soy madre de dos adolescentes.
Las vi sentir el agravio, la impotencia, el miedo.
Las escuché reclamar un futuro.
Y en su voz reconocí a Frankenstein:
no el monstruo,
sino el alma herida que solo quiere ser amada, cuidada, protegida.
Ese es México hoy:
un corazón lastimado que, aun así, sigue dispuesto a latir.
Ayer gritamos paz.
Pero no desde afuera, no desde una pancarta vacía, no para la foto.
La gritamos desde adentro,
desde el lugar más profundo y más puro de lo que somos.
Hoy el corazón de México habló.
Y a partir de este momento,
México ya cambió.
No por un partido.
No por un gobierno.
Sino por su gente.
Por su alma.


