Suponiendo… sin conceder

Suponiendo… sin conceder

La “fiesta brava”, víctima de la evolución

“Como premio a su majeza, siempre pide al Juez de Plaza las orejas, rabo y patas, que la cola se la cambien, que mejor le den cabeza.

Quiere cabeza en vez de cola, para hacerla en barbacoa y en honor de su cuadrilla, pellizcarla con tortilla hasta darle la puntilla”.

Olé, ajúa y olé, Eulalio González, “Piporro”.

La llamada “fiesta brava” es un espectáculo cuya derrama económica es enorme, es sustento económico de toda una industria, es el modus vivendi, desde hace décadas, de miles de personas, un negocio de siete mil millones de pesos anuales con alrededor de 200 mil empleos directos e indirectos.

Desde niveles más bajos como un vendedor en las plazas de toros hasta los medianos, como los empresarios de los cosos taurinos hasta los más altos, el de los ganaderos e inversionistas.

Los aficionados a la tauromaquia, y sus propios practicantes, lo venden como una tradición milenaria, como un arte, como una especie de patrimonio intangible inherente a nuestras raíces más profundas como pueblo mestizo, como la mezcla de dos culturas.

Nada más falso, no hay arte en las plazas de toros.

Hay; sin embargo, mucho arte fuera de ellas, en el entorno de la misma tauromaquia, en las canciones de Agustín Lara, Barquerito de Lora de Marisol Reyes, en las pinturas de Francisco de Goya, en infinidad de manifestaciones artísticas que tienen como inspiración las corridas de toros.

Los toreros no son artistas, son, si acaso, “musos” inspiradores y habilidosos domadores que, con arrojo y valor, enfrentan a un burel bravío de 500 kilos, eso sí, acompañados por su cuadrilla y armados con capote y banderillas.

Las recientes iniciativas, una aprobada en la capital del país y otra presentada en Hidalgo, cambiarán por completo el panorama artístico de la tauromaquia como la conocemos hasta ahora.

Pero, sobre todo, cambiarán el negocio. Y ahí está el punto de quiebre.

Lo dijo muy bien el gobernador del estado, Julio Menchaca, quien se decantó en contra de los espectáculos taurinos: hay que buscar el equilibrio, porque es el sustento de miles de personas.

Los defensores de la tauromaquia deberían defender su negocio así, en términos económicos.

Porque si insisten en el chantaje sentimental del arte, la cultura y la tradición, ya perdieron la batalla.

La evolución de la sociedad ha hecho advertir que ese espectáculo es sanguinario con un ser sintiente, que no está ahí por gusto sino por la supremacía humana, que no disfruta en lo mínimo el espectáculo.

Ha evolucionado social nos ha hecho advertir que el clásico aficionado a la tauromaquia es un humano arrogante que, en su pretenciosa superioridad, ignora la condición de ser vivo del toro.

Ahí, ya perdieron la batalla. Hoy lo correcto es rechazar un espectáculo como ese: violento, aunque lo nieguen.

Todo lo que implique provocar heridas y en consecuencia la muerte, es violencia.

No hay más.


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