8M 2025
Escribe: Jacaranda
8 de marzo de 2023.
Soy una mujer de más de cuarenta años, nacida en provincia, educada por una madre que nació antes del reconocimiento al voto de la mujer, siguiendo las enseñanzas de mi abuela, integrante de una generación patriarcal, completamente desigual, que perpetuaba la sumisión, los comportamientos machistas y la reproducción de roles y estereotipos.
Mi madre, dentro de sus posibilidades, evitó reproducir las desigualdades con las que creció y me dio un trato igualitario al de mi hermano, inspirándome al ser una mujer trabajadora, independiente económicamente de mi padre, lo que le dio un toque matriarcal a mi familia, al menos mientras mi padre trabajaba.
Fui formada por maestras y maestros ortodoxos y, por algunos años, recibí una educación católica que me introyectó con éxito prejuicios, desinformación, miedo al castigo divino y una pésima educación sexual.
Particularmente, al estudiar en una secundaria con puras alumnas mujeres las diferencias se acentuaron con un sistema educativo que aceptaba dividirnos en instituciones exclusivas para cada uno de los dos sexos reconocidos, formalmente, en ese entonces, lo cual “estaba bien y era normal”.
En este entorno transcurrieron mi infancia, adolescencia y los primeros años de juventud.
Fue después de mi etapa universitaria cuando comenzaron los cuestionamientos. Dejé de aceptar como cierto lo que escuchaba en casa, en el trabajo, en los medios de comunicación.
La lectura fue el medio para contar con información que me permitió forjar una nueva forma de concebir la realidad, muy distante a la forma tradicional y ortodoxa con la que fui educada, en términos académicos, filosóficos, religiosos y sociales.
En ese tiempo, me hice consiente de las desigualdades; de mi condición de mujer y de lo que eso implicaba al estar inmersa en un sistema patriarcal que iniciaba a dar esbozos de cambios a nuestro favor, pero que necesitaba dar enormes pasos para lograr la igualdad sustantiva.
En la primera oportunidad que se presentó, me especialicé en estudios de género con la intención primigenia de contar con argumentos académicos que me permitieran sustentar lo que a pesar de ser tan obvio, no todas las personas reconocen: la brecha de desigualdad entre mujeres y hombres.
Así, adopté una perspectiva de género que me permitió deconstruir paulatinamente los mitos, tabúes, prejuicios y desinformación con la que fui educada.
Desde hace más de una década, la conmemoración del 8 de marzo cobró un importante significado para mí.
Recuerdo mis primeros años laborando dentro del gobierno cuando no encontraba sentido a que nos regalaran una rosa, o nos dejaran salir temprano por ser mujeres.
Después, cuando en esta fecha las redes sociales se llenaban de felicitaciones absurdas y mensajes “muy femeninos”, llenos de florecitas, cuyo único propósito era acentuar la desigualdad.
Afortunadamente, en los últimos años, como sociedad, nos hemos sensibilizado sobre el verdadero significado de esta conmemoración.
Cada 8M, trato de participar de alguna forma. Mantengo una presencia incipiente en redes, porto una prenda morada, comparto información que considero significativa y trato de hacer entender a las personas que me felicitan que no hay nada que celebrar.
He sido una espectadora de las marchas, las pintas, las críticas y juicios a las miles de mujeres que se manifiestan en todo el mundo, siempre con la inquietud de formar parte, pero nunca con el tiempo, la voluntad o el valor suficiente para hacerlo.
El pasado 8 de marzo, inspirada por un mensaje de mi sobrina, escrito con un alto grado de conciencia, decidí que no sería más una espectadora.
Participé en la marcha, por ella, por mí, por mi madre, por todas las mujeres de mi familia y las amigas que me impulsan permanentemente.
Por las víctimas de violencia, por las desaparecidas, las asesinadas. Por todas las mujeres, fui parte de la marea verde y morada que recorrió las principales calles del centro de mi ciudad.
Al llegar al punto de reunión, iniciaba el andar del contingente y me incorporé a cientos de mujeres jóvenes a quienes les doblada la edad, pero que me rebasaban en conciencia e ímpetu.
El escenario: mujeres con una edad promedio de veinte años, casi todas con pancartas en las que se leían consignas en contra de la violencia de género y los feminicidios.
“Violentos los que provocan el miedo, NO las que luchan contra ellos”, “Tal vez no nos conocemos, pero te creo”, “Cada 2 ½ horas asesinan a una mujer en México”, “Marcho por todas las que estuvieron, por las que están y por las que vienen”.
Algunas madres jóvenes acompañadas de sus hijas, marchando de la mano… sonriendo. Las menos, algunas mujeres adultas, más calladas y expectantes.
Tuve la impresión de que mi amiga y yo éramos las únicas primerizas, ya que todas alrededor conocían las consignas que se gritaban y coreaban: “Mujer consiente, se une al contingente”, “Abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer. Arriba el feminismo que va a vencer, que va a vencer”. Conocían la dinámica de las pintas y el significado del puño cerrado que generaba un profundo silencio. Para mí, todo era nuevo.
La gente en las calles miraba con un gesto de desaprobación, temerosa, quizá por la mala publicidad que los medios de comunicación han hecho de las marchas de mujeres o por no entender que el objetivo es hacer que las cosas mejoren para todas y todos.
Como parte del contingente, jamás sentí miedo. No presencié agresiones, ni violencia. Las compañeras se protegen, alertan cuando alguna realiza una pinta, la cubren, la arropan y después, al unísono, suena un poderoso: “fuimos todas”.
Este ha sido el ejemplo más claro de sororidad que he presenciado. Mujeres protegiendo a mujeres.
Hubo pintas en monumentos, paredes e infraestructura pública. Vidrios rotos en las instituciones que no han estado a la altura.
Fue gratificante marchar afuera de las instalaciones que albergaban a mi secundaria, donde las monjas repetían que no debíamos usar minifaldas, ni subirnos a un carro con hombres porque eso nos hacía unas putas y mucho menos meternos a una alberca porque podíamos quedar embarazadas.
Disfruté gritar consignas afuera de la Iglesia en la que en la boda de mi amiga, el padre nos obligó a taparnos los hombros y el pecho, para poder entrar y no lucir indignas a los ojos de Dios.
Me llenó de satisfacción que treinta años después, las jóvenes que marchaban no tienen los prejuicios que cargué, que se saben libres de decidir la forma en la que visten, la forma en que se relacionan, decidir sobre su cuerpo, su sexualidad, privilegiar sus preferencias y exigir sus derechos.
Me hace muy feliz que las mujeres de esta generación, a la que pertenecen mis sobrinas, están informadas, razonan, debaten, denuncian, pueden defenderse, y aunque lamentablemente prevalecen las desigualdades, estas marchistas son tan poderosas que lograrán transformar el mundo.
Gracias marchistas, las de antes y las de ahora, por atreverse a caminar los pasos que muchas no dimos, que otras empezamos a andar y que muchas otras no daremos.
Gracias por empujarnos hacia adelante y hacer que la marea verde y morada, resista y rompa el patriarcado que le impide el paso.
Mi primera marcha fue nostálgica.
Me hizo ver que he estado dormida, al igual que muchas mujeres de mi generación y de las generaciones que me anteceden.
También, mi primera marcha fue esperanzadora, vi a cientos de jóvenes despiertas, que nos sacuden para dejar el letargo y nos inspiran a caminar a su lado, involucrarnos, gritar, reflexionar, mirar, reconocer, aprender, dejar huella, hacer ruido o no, pero acompañar la causa feminista el 8 de marzo y todos los días del año.