Guadalupe-Reinas, reflexión en desasosiego
Hace días, en un intercambio de opiniones, recibí una generosa invitación: sumarme, en calidad de lector, a la maratona Guadalupe-Reinas, un ejercicio intelectual cuya consigna principal es leer, en voz alta, en cálido conjunto, un texto escrito por una autora. La que sea.
Haré uso al derecho a la licencia de la primera persona, en aras de la mejor comprensión y , sobre todo, dimensión del despropósito intelectual que significa darse cuenta que, en un aproximado de 35 años como asiduo lector, nunca he leído un libro escrito por una mujer.
Al placer que significa arranarse en mullida superficie para adentrarse, sin pensar en nada más, en el libro que llame la atención deviene el privilegio de poder hacerlo.
Los hombres en general somos seres llenos de privilegios que nos ciegan por tenerlos frente a los ojos.
Tenemos el privilegio de leer, de escribir, de ser leídos. De ser proclives a no ser discriminados, invisibilizados.
Merece profunda reflexión, un mea culpa no exculpatoria, la irresponsabilidad que implica la abulia intelectual de no explorar el mundo de las letras más profundas, más lejanas al privilegio de la somera búsqueda de autores.
Superficial lectura por obligación: El cantar de Mío Cid, que quizá haya sido obra de una mujer, pese a que el fútil colectivo indique lo contrario.
Unamuno, Kafka, Dante, lugares comunes escolares que por obligación y no por placer abrevan en cualquier mediano lector.
La convicción lectora suma y perfila el destino profesional: Las venas abiertas de la América Latina, de Eduardo Galeano.
Los Presidentes, de Scherer; Los Periodistas, de Leñero. Buendía, de Granados Chapa.
Un placer, en todos los casos.
El privilegio de conocer lecturas más allá de ese espacio de comodidad, de buscar opciones en un espacio de catarsis que permite desnudar las falencias y, paradójicamente, cobijar la vergüenza.
Con el dolor de la mortal herida.
Un placer, un privilegio, ser parte del Guadalupe – Reinas.
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